Noche.
Oscuridad. Un cielo sin estrellas. Un camino sin final. Cuando salen monstruos del
armario, de debajo de la cama, y nuestros miedos se hacen realidad. ¿Cuántos
niños la temen? Duermen aferrados a sus ositos de peluche, protegidos por capas
de mantas, y si las cosas se ponen feas, salen disparados hacia la cama de sus
padres.
Conversaciones
especiales, recuerdos inolvidables. Y es que de noche todo resulta más mágico ¿Por
qué? Yo qué sé. Quizá es que en cuanto la luz se va, cambiamos, nos relajamos,
somos más felices. Quizá sólo sea yo.
Desaparecen
los problemas, te sumerges en el mundo de los sueños. Divertidos, románticos,
horribles. Y siempre surrealistas. Un mundo sin horizontes, sin límites. En el
que cabe todo lo que puedas imaginar. Libertad de soñar, escribí una vez. Vives
otras vidas, descubres nuevos lugares y te reencuentras con personas olvidadas,
que ni siquiera te molestaste en conocer. Son segundas oportunidades, para
decir lo que no pudiste, para hacer lo que no te dejaron.
Entonces
despiertas, y la rutina te explota en la cara. Sin avisar. Y necesitas un café
cargado y una ducha larga para bajar el regusto amargo que te deja. Porque
sabes que te quedan algunas horas hasta volver a ese gran mundo, o pequeño,
según quién lo juzgue. Para mí el mejor. No es que odie mi vida, sino que mi mente crea una que me gusta mucho más. Y es que la realidad no es siempre la mejor
versión de una historia.
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