Me
gusta llorar. No es que lo haga cada día, pero reconozco que a veces lloro. Al
fin y al cabo no tengo un corazón de hielo, o eso creo. ¿Por qué lo hago? Yo
que sé. A lo mejor porque las cosas no salen como quiero, como hacen los bebés. No soy de las que lloran por que alguien me ha hecho daño. Antes le doy un tortazo, pego cuatro gritos o le suelto cualquier frase lapidaria y me quedo tan ancha. Derramar lágrimas por imbéciles no es mi estilo.
Encuentro
que llorar es liberador. Echas las tensiones fuera, y después te sientes mucho
mejor. Y estoy segura de que es mucho más sano que ponerme a patear una pared.
Así que de vez en cuando, por la noche, después de un día de perros, las
lágrimas se abren paso, y empiezan a correr por mis mejillas en silencio y sin
descanso.
Y
es que no soy de las que montan el espectáculo, todo gimoteo y pucheritos, no me gusta llorar en público,
quizá porque me da miedo parecer débil. Lo reconozco, las lágrimas son para mí
signo de debilidad, aunque hasta los más fuertes lloren. Pero a veces,
simplemente, no te puedes permitir que la gente se percate de tu
fragilidad.
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