Si mi hermano me
pregunta por qué alguien ha matado a 20 niños en EEUU, ¿qué le digo? ¿Qué hay
muchos locos sueltos? ¿Le hablo también de por qué la gente se suicida? ¿Le
tengo que contar que la gente mata por dinero? No puedo, soy incapaz. En
realidad, no sé cómo hacerlo. Prefiero decirle que aquí estás cosas no pasan, que vivimos lejos de todo lo malo. Sí, le miento, le dibujo un mundo diferente, irreal, uno más bonito, uno más seguro. Uno en el que los superhéroes luchan contra el mal, los angelitos protegen a los niños y la magia los rodea.
Viven en su propia
burbuja, protegidos. Demasiado quizá, no voy a negarlo. Pero creo que tienen
derecho a la inocencia, a la ingenuidad ¿no? ¿Cómo quitarles eso cuando sabemos
qué viene después? La realidad de repente te golpea y sin saber cómo, tu
burbuja explota y te das contra el suelo. Y os aseguro que la caída no es nada
agradable.
Por mí que crean en dragones,
en Hogwarts y en el Ratoncito Pérez, que
sueñen lo que les dé la gana, y que sean felices como nunca más lo serán. No
les neguemos eso, a ellos no. Que vivan sin miedos, sin culpa, porque aún no
han hecho nada malo.
En
el mundo existen dos tipos de padres. Por un lado tenemos a los progenitores
que... ¿cómo lo diría? atosigan a sus hijos. Constantemente. Rodean al crío de
algodones, protegiéndolo de todos los males y solucionándole cualquier
problema. Al final, con 30 años, el mocoso sigue viviendo en casita sin saber ni freír un
huevo ¿Para qué? Sí mamá gallina se lo hace todo.
En
el lado opuesto, están mis padres y similares cuyo lema es “que se caigan, que
así aprenden”. También se preocupan, pero nos van dando empujoncitos, para que
salgamos del nido y nos enfrentemos poco a poco a la realidad. Y un día te
marcharás. Entonces, sabrán que han hecho bien su trabajo. Sí,
Jack Sparrow es un pirata, Aladín un ladrón y Shrek un cochino. Todos malos
malísimos, vamos. ¿Los chiquillos tendrían que dejar de ver sus películas?
Bobadas. Son los padres los que educan, y no Mickey Mouse y compañía. Si es que
me parece a mí que los hijos no son los únicos que tienen que crecer.
Como cualquier niña
pequeña, antes de cumplir los ocho años, ya había visto todas las películas de Disney.
Conocía sus princesas, sus historias, sus canciones. Mientras esos cuentos
llenos de finales felices ponían de los nervios a mi hermano, que prefería los dinosaurios,
yo los encontraba maravillosos. El príncipe azul, la bella princesa…todo era
perfecto. Pero aunque os pueda parecer raro, yo no quería ser una de esas
princesas que acababan dando vueltas sobre pistas de baile junto a su príncipe
sino que quería ser un hada: una de esas jóvenes (o no tan jóvenes) de una
belleza extraordinaria, que sonríen todo el rato y ayudan a los demás (¡Qué
filantrópico a sonado!).
Aunque era un sueño
extraño para una niña (todas querían ser princesas, veterinarias o peluqueras),
tenía buenas razones, o eso al menos pensaba. La primera y la que todos los que
tenéis hermanos comprenderán era que quería hacer desaparecer a mi hermano
pequeño ¿Por qué? La respuesta es simple: destruía mis construcciones de lego,
nos peleábamos, acababa con mis juguetes. La otra, que descubrí más tarde, era
que como cualquier niño, yo también deseaba ser libre, libre para hacer lo que quisiese sin
arriesgarme a un castigo. Quería ser libre como los adultos. Me equivocaba,
pero esto lo supe más tarde.
Mi deseo iba de la mano
de un gran problema. ¿Cómo podía convertirme en un hada? Nadie me había
explicado nada y cuando interrogaba a mis padres, ellos cambiaban enseguida de
tema. Llegué a mis propias conclusiones: no podían decirte como te convertías
en un hada, tenías que descubrirlo por ti misma. Así que comencé a buscar las
respuestas a mis preguntas en otras fuentes. En pocos meses, ya había devorado
todos los cuentos ilustrados que poseía, y había vuelto a ver esas películas que
habían inspirado, sin éxito. Estaba frustrada.
El tiempo pasaba, y poco
a poco enterré mi deseo en el fondo de mi memoria, aunque sin olvidarlo.
Crecí, me hice mayor, y descubrí la respuesta que los adultos me habían
escondido durante tiempo. Una respuesta lógica para ellos, pero difícil de
comprender para alguien que sigue teniendo el alma de un niño: la magia no
existe.
Años más tarde,
comprendí porque me lo habían escondido. Querían que conociese la verdadera
libertad, la libertad de soñar sin límites. Lo acepté como otros antes que yo,
sin olvidar del todo la niña que soñaba con ser un hada.
La India es una economía que presenta un crecimiento espectacular en los últimos años, sin embargo este desarrollo económico no se ve reflejado en la población ya que se calcula que un tercio de los habitantes están afectados por la pobreza y subsisten con menos de 1 euro al día. No son los únicos datos estremecedores, ni mucho menos. A causa de esta extrema pobreza, el trabajo infantil, prohibido en este país, resurgió hace un par de décadas. Hoy en día, 60 millones de niños indios son explotados. Es la triste verdad, perceptible en las calles de las grandes ciudades como Mumbay o Nueva Delhi.
Una realidad demasiado lejana para los de Occidente y tan cruel que tendemos a ignorarla, a darle la espalda. ¿Por qué? Porque la certeza de que algo así pueda estar ocurriendo en este mismo instante en cualquier parte del mundo y que nosotros no hayamos hecho nada para remediarlo nos atormentaría, y lo peor de todo nos haría sonrojarnos. Nosotros, continente civilizado, solidario, eje del mundo, ¿cómo podríamos dejar que algo así ocurriese? Reconocerlo heriría nuestro orgullo ¿pero por qué no haber hecho nada antes? La respuesta es sencilla: intereses, intereses y más intereses. Si yo no gano nada ¿para qué voy hacerlo? Hoy en día, ese es lema que rige nuestras vidas. Además, si estas razones no son suficientes, siempre podemos usar esa débil y equivocada excusa que los europeos hemos esgrimido hasta la saciedad “Nosotros ya tenemos nuestros propios problemas. Ellos que se ocupen de los suyos”. Un gran pretexto, sino fuera porque los problemas que atraviesa la India no se pueden equiparar a los nuestros. Yo aún no he visto decenas de niños pidiendo limosna por las calles de Barcelona o cincuenta niños amontonados en una habitación compartiendo un solo libro en una escuela de Madrid. Por supuesto que nosotros tenemos problemas graves, pero por lo menos cada noche me acuesto en una cama con el estomago lleno. Ellos no llegan ni a eso.
Puede que haya sido algo dura, yo también me duermo con una sonrisa en los labios sin tener que preocuparme por nada vital. Sinceramente no pienso todo el día en la situación de los niños en India. No podría, no sería capaz. Lo tengo todo, por lo menos todo lo que necesito: una familia que me cuida, unos padres que me quieren y que harían todo por mí, un hogar, una educación…el hecho de que 60 millones de niños indios y seguramente más si abarcamos todos los países me reconcomería la mente, me haría sentir culpable. Yo seré capaz de sobrevivir, de formar una familia, de encontrar un trabajo decente, de ser feliz y seguramente muchos de ellos no. Es la suerte, la vida que nos ha tocado vivir. Una injusticia al fin y al cabo.
Al hacer este artículo sólo quería dejar claro el valor de la enseñanza. La educación es igual a poder, a libertad, a un futuro para los niños. La explotación infantil no es un problema que no tenga solución, sólo hay que disponer de los medios suficientes y seremos capaces de que esos 60 millones de niños indios salgan de la pobreza, que reciban una educación, que vivan una vida sin preocupaciones, una infancia feliz como la de cualquiera de nosotros.
No es nada menos que la última información que llega de Siria, un país que lleva más de un año en guerra civil. Sin embargo esta vez no es el bando de Bashar Asad el acusado de esta atrocidad, sino los rebeldes que luchan por derrocar la dictadura.
No me sorprende la noticia, la verdad, después de meses viendo las imágenes de las masacres que se vivían día tras día en la ciudad de Homs y de los testimonios de los periodistas internacionales que se han trasladado al país para informar al mundo de lo que acontece. Pero nadie le ha parado los pies a las fuerzas del régimen de Asad ¿Y qué hacía la ONU mientras decenas de personas morían cada día? Retrasar las negociaciones sobre una posible intervención militar en el país: que si Estado Unidos no quiere otra operación como la de Libia, que si Siria es “amiguito” de Rusia, que si China no quiere hablar del tema…y así se han tirado meses, mareando la perdiz, para que al final no se haya hecho nada. Si es que los poderosos en eso de aparentar que hacen algo son insuperables, sino que miren que sucedió en Durban (Sudáfrica) el pasado mes de diciembre. Promesas y más promesas que acaban en saco roto.
Niños soldado entre los rebeldes. La última perla causada por esa carnicería de guerra que no parece que acabe pronto ¿Pero que más se puede esperar de una guerra que aniquila familias enteras, que impide atender a sus heridos? Aquí no hay ni buenos ni malos, digan lo que digan. Por un lado tenemos al régimen opaco de Bashar Asad, que se aferra al trono que ha ocupado durante años desde el cual ha hecho lo que ha dado la gana, y del otro lado tenemos a los insurgentes, los rebeldes, la resistencia, los “terroristas” según el gobierno, que están dispuestos a hacer lo que sea con tal de acabar con la dictadura ¿pero hasta dónde son capaces de llegar? ¿Podrían utilizar a niños en el combate? Por lo visto sí. Esto tiene pinta de terminar peor que Libia. Esperemos que no.