
Noche. Luces. El bolso en una
mano, en la otra la copa. Hablan por los codos, aunque ninguna se entiende. Tampoco
es que les importe.
Se lo pasan bien. Bailan bajo los
focos ardientes de la pista, al ritmo de la música, sin darse cuenta de que son
el centro de la fiesta, de cómo todo el mundo las observa. Les da igual. Ellas
están ahí para olvidar. Al estúpido jefe de turno, al novio que se ha largado
con la secretaria, a la imposible compañera de piso, a la madre que no deja de
incordiar.
Lo tienen todo, pero sienten que
no les queda nada. Quizá sólo sea el cansancio, quizá sea verdad. Quieren
vivir, y ya no saben cómo. Por eso han salido a bailar hasta el amanecer, a
emborracharse hasta no recordar nada.
Ahí, bajo un cielo sin estrellas,
son libres. No hay quejas, preguntas, ni silencios incómodos. No existe el
pasado, ni siquiera el futuro. Nada, sólo ellas por esta vez.

Abrazos. Despedidas. ¿Cuándo se
volverán a ver?, se preguntan antes de quedarse dormidas.
Sueños. Esperanza. Deseos de
libertad, miedos infantiles. El sol está en lo más alto, y ellas vuelven a su
cautiverio, a sus cadenas invisibles. ¿Qué ataduras? El día a día. La rutina, la
normalidad.
Y es que ¿somos realmente libres?
Quizá sí, quizá no, quizá sólo en sueños.
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