
Una utopía es un sueño inalcanzable, imposible, la quimera de un mundo perfecto e ideal. Los filósofos modernos dibujan ese mundo como un lugar donde la autoridad, es decir el gobierno, no existe ya que una organización lógica resolvería las dificultades reales de la sociedad, como la pobreza, las diferencias sociales (la pirámide de clases desaparecería), los conflictos políticos y religiosos. Una idea muy parecida a la que utilizó Marx para definir el comunismo.

¿Qué más? Empiezo a
dudar. No sé qué decir. De repente, mientras mis ojos se cierran a causa del
cansancio, un trueno interrumpe la quietud de la noche. Me asomo por la ventana,
y observo como las gotas de lluvia se estampan silenciosamente contra el
asfalto bajo el halo dorado de la farola. Llovería. Sí, en mi mundo llovería. Triste, lo sé. Para algunos
las nubes y el frío representan la melancolía, mientras que yo sonrió al ver
llover. No hay nada más bonito. Todo queda limpio y nuevo. El aire se vuelve
puro. Es como comenzar de nuevo. Todo se ve distinto. Esa sensación de libetad que te embarga, mientras las gotas frías corren por tus mejillas. Inmejorable.
Rápidamente, cojo una
vieja libreta de mi escritorio y garabateo medio dormida todas esas cosas que
me hacen sonreír: leer el final de un libro, dormir hasta el mediodía, pintar
paisajes que nunca he visto, el helado de stracciatella (mi vida no valía la
pena antes de él), hacer rabiar a mi hermano pequeño y verlo sonreír, saber que
me parezco a mi madre, las bromas de mi padre, imaginar historias que nunca
llegaré a escribir, las locas de mis amigas, canciones “happy”, hacer el tonto,
resolver un problema de mates, comprarme zapatos, la Navidad, las anécdotas
familiares, un abrazo de mi abuelo, y el querer siempre un poco más.
Al día siguiente,
cuando me despierto y leo todo esto, me río. No debería escribir a ciertas
horas de la noche. Llega un momento en que no soy persona. Mi padre entra en mi
habitación, y me hace cosquillas en los pies para que salga de la cama. Me
revuelvo: no quiero dejar mi edredón, pero me obligo a salir de la habitación.
Huele a café recién hecho, el olor a fin de semana. Bajo descalza las escaleras
y corro a sentarme antes de que mi madre me vea. Zito, está haciéndose un
batido de Cola Cao y lo ha dejado todo hecho un asco. Una guarrada que me
tocará limpiar a mí, vamos. Me sonríe y pone Doraemon antes de que yo pueda
coger el mando. Habrá que aguantarse.
Mi padre hace un
comentario sobre un programa que ambos vemos y me río. Me gusta ese sonido, me
recuerda que soy feliz. Mamá está haciendo la comida: pollo indio. Chincho un
poco al enano hasta que papá me mira arqueando la ceja. A regañadientes le dejo en paz, pero cuando se
despista le doy un beso en la mejilla. Se la limpia corriendo, y me mira
enfadado. Quique empieza bromear con Zito. Los miró mientras me como la tostada,
saboreándola. Qué raro sería no tener hermanos, me digo. Sonrió y sigo escuchándolos
sin decir nada.
De pronto, recuerdo lo
de mi mundo ideal y todas las cosas que quería en él. Y me doy cuenta de que es
totalmente absurdo. Si ya soy feliz ¿por qué querer un mundo ideal? No haría
más que aburrirme. Lo perfecto no me interesa. Lo perfecto no hace gracia, no
provoca emociones. No te enfadas ni te cabreas con lo perfecto. Vivir en el
mundo real es más complicado, sí, pero también mucho más divertido. Así que llego a la
conclusión, de que los filósofos y sus utopías inalcanzables son el reflejo de cómo
un hombre intenta interpretar el mundo, recita todos y
cada uno de los defectos que ve, y no cambia nada. Un aplauso para
todos ellos y sus trascendentales opiniones ¿qué haríamos nosotros sin filósofos?
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