
Vamos
al grano. Estoy hecha un basilisco, porque cuando he encontrado el abrigo
perfecto, el abrigo más perfecto del mundo, azul, suave y mimoso, resulta que ya no les queda mi talla. Salgo de Zara indignada, con mi
amiga pisándome los talones. Ella tampoco está contenta: ¿dónde han ido a parar
los colores? Continuamos, andando rápido, buscando la próxima tienda en la que
refugiarnos del frío. Estamos cansadas de patear la ciudad y todos los cafés están petados de gente.
De
repente la oscuridad se ilumina. Luces brillantes se encienden por todas las calles. Rojas, verdes y azules parpadean sin cesar. El neón lo invade todo y baila frente a nuestros ojos. Entonces, te paras y te das cuenta de todos esos
pequeños detalles que has pasado por alto: el olor dulzón a castañas asadas,
los gigantes abetos que pueblan las calles, la sonrisa de la gente que observa
extasiada lo que les rodea. Los niños cantan villancicos como unos posesos y señalan con sonrisas extasiadas un Papa Noel que se pasea por un centro comercial. Este les saluda y les promete cientos de juguetes. Felicidad en algo tan simple como unas luces
centelleantes y un hombre de rojo y barba desordenada. Ilusión. Y es que todo tu día mejora al recordar que la Navidad está a la vuelta
de la esquina.
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